LAS LUMINARIAS
Las calles de Fontanarejo son humo, un humo denso y aromático.
Por los rincones del pueblo el aire huele intensamente a romero verde. Una
niebla espesa que permanece flotando largo tiempo si el viento no despierta de
su lecho de silencio. Fardos voluminosos de esta hierba arden delante de cada
casa al atardecer del 30 de abril. Arden al mismo tiempo, justo después de tañer
las campanas de la Iglesia
de San Felipe y Santiago.
El humo invade los hogares por las puertas y ventanas
abiertas, y se lleva consigo el veneno escondido en las paredes, en los
muebles, en los enseres. Los habitantes se impregnan de humo, lavan su cuerpo de
impurezas. Rito medieval que devuelve la calma que asoló la epidemia. La tradición de Las Luminarias aterroriza a la peste, la hace
huir campo a través hacia los montes y
la deja desangrarse, desterrada en
tierra de nadie.
El olor me embriaga y el humo me aturde. Las dificultades
para respirar me obligan a salir de las masas compactas de humo, me impiden
adentrarme en los túneles grises de la combustión. Aún así mientras aguanto
disfruto caminando en la oscuridad.
Esta oscuridad cambiante que se disipa y se apelmaza, que
vuelve formando cúmulos de aristas redondeadas, laberintos degradados de grises
sin aliento, atmósferas desteñidas perfilando trazas descoloridas del pincel
abstracto de Jorge Adrados.
Nubes tiznadas de pavesas, nubes con sabor a romero,
caprichosas nubes lanzadas al aire, zarandeadas por manos ágiles que se abren
paso a través de ellas, por cuerpos que corren sorteando los obstáculos que se
les atraviesa. Varas largas esparcen las lumbres, varas viejas los sujetan.
Surgen voces entre su espesura, parecen salir de su
oculto vientre, de su lado enigmático, en el ángulo más profundo de sus
intrincados vericuetos. Son voces ininteligibles que suspiran palabras sin
sentido. Voces que parecen que hablan de mundos mágicos. Hablan del pasado, de
los sucesos que acaecieron en épocas hoy sepultadas por el polvo del tiempo.
Hablan del futuro, esa época pretérita que vendrá irremediablemente. Forastero
cotidiano que se come el pan de nuestra mesa, lo oigo llegar golpeando los
caminos que conducen hasta mi casa. El
futuro que nunca llega y cuando llega ya se ha ido. Más allá de la niebla, al
atravesar la puerta del ocaso, el paisaje se cubre de sombras y se oculta el
horizonte.
El aire se vuelve puro. En las edificaciones se
desprenden las manchas. Las gentes sanadas salen a las calles para proclamar
que se fue el diablo, que vencieron a la muerte. En las brasas preparan la
parrillada que festeja la dicha de saberse a salvo y se pone fin a la
celebración. Los caminos siguen pegados al suelo, marcando el rumbo
hacia la dehesa, en dirección a las Hoces del Guadiana. La carretera llega a
Arroba de los Montes, y a Alcoba en dirección contraria; y de allí a Horcajo de
los Montes y tomando el otro sentido a El Robledo. Y se unen los caminos, se
enlazan las carreteras y un lugar nos lleva a otro y así sucesivamente y
podemos llegar donde queramos.
Ceremonia VII: FONTANAREJO
…Quise escapar, salir huyendo de mi
cárcel sin barrotes. Pensé en acercarme a los acantilados de la costa norte,
por Cantabria o Asturias y dejarme arrastrar por el vértigo de la caída;
sumergirme en la luz del sur, para morir en medio del bosque alpujarreño
mirando a las estrellas; ir hacia Portugal: Oporto o Lisboa, mezclarme entre la
gente, ser un anónimo habitante, el corazón agarrado en un puño para sentirlo
latir; cruzar el Atlántico hacia la fría Canadá, para no ser nada, para no ser
nadie y esperar que el tiempo borrase mi presencia…
Fragmento
del libro La voz interior
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